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Ya hace más de dos siglos que muchos filósofos advirtieron que el arte constituye una clave heurística fundamental. Desde entonces las explicaciones racionales pueden ser convincentes pero suelen ser fastidiosas frente a la experiencia estética. Hoy sentimos y, en consecuencia, sabemos que las obras de arte “hablan” por sí solas, no necesitan abogados que las dupliquen mediante palabras. Al decir que las obras de arte “hablan” estamos usando una expresión coloquial que ha devenido slogan. En términos nietzscheanos se trata de un mecanismo perverso que conviene subvertir: las obras de arte no hablan, simplemente producen experiencias estéticas de placer, dolor, agrado, desagrado o agrado en el desagrado, lo que Burke denominaba “deleite” o posteriormente Lacan llamaría “goce”. Frente al sentir, frente a la experiencia estética, el pensar o el hablar son inadecuados, en todo caso, ridículos. Lamentablemente quien suscribe debe apelar al lenguaje para manifestar la necesidad de subversión mencionada. Lo ideal sería reemplazar este escrito por una obra de arte pero ésta ya no “hablaría” de tal necesidad, ni siquiera de sí misma. Simplemente no hablaría, pero sí produciría un sentir. En cuanto tal, el sentir es fractal, nunca es unidireccional y siempre retiene un residuo autónomo, inapresable. Esto es diáfano en la experiencia del arte. La experiencia de lo inaprehensible e inapresable fue ya un tópico de muchos filósofos del siglo XVIII y se lo denominó la problemática de “lo sublime”. Sublime es algo que produce un “deleite” por la condición inapresable del sentir mismo, algo no susceptible de traducción, algo autónomo. En lo sublime lo que aparece no es lo que debería aparecer y lo que debería aparecer no aparece, sin embargo se siente. Lo que en verdad nos fascina es aquello que nos es inaccesible, por ello las explicaciones producen frigidez, son antiestéticas. Infinidad de autores los han expresado de diversas maneras. Deseo rescatar aquí un expresión tan exacta como concisa. Proust nos decía que los únicos paraísos que existen son los paraísos que hemos perdido. Y en ello consiste la condición trágica humana. El carácter genuinamente trágico de una obra de arte, en consonancia con nuestra miserable condición, no consiste en pintar la muerte por muy cruda que ésta aparezca, no consiste en transcribir el dolor, sino en la imposibilidad de atrapar aquello que se presencializa, que se adivina en el sentir que produce esa obra. Debemos aclarar aquí que percibir no es sentir. La percepción está del lado de la conciencia, de lo decodificable, de lo interpretable. La interpretación y la percepción anulan el contenido del arte, anulan el sentir. De allí que en la sensación que produce una obra siempre subyace una insensación, algo que le falta al sentir pero que le es simétrico y coetáneo. He aquí el carácter trágico-sublime de una obra: un insentir que se adivina, se presiente, en el mismo sentir. No es lo que falta interpretar o lo que falta percibir o concientizar, sino lo que falta sentir. Esa “falta” dispara el deseo e inaugura un mundo mágico que nos desplaza de lo cotidiano. Algunas obras de arte producen en el degustador un experiencia trágica - sublime  aún plasmando escenas amorosas  o hermosos paisajes. Pero creo que es más difícil producirla apelando a la muerte sin inducir a la interpretación burda de la misma, sin incurrir en demagogias panfletarias. Es decir, lo trágico radica no en que se haga mención explícita de la muerte o el dolor sino en lo sublime de una experiencia estética. Las obras propiamente sublimes están más allá de la ética, más allá de la muerte aún cuando ésta sea su tema. Algunos artistas logran sortear la trampa. La degustación perceptivo – interpretativa no es ni la sombra de la degustación sensible, aquella que nos deja sin palabras justamente porque las obras sublimes no hablan. Hace poco, junto a un amigo del alma tuvimos la oportunidad de ver una muestra de arte acorde a lo que venimos planteando. Deseo hacer un mea culpa, expresando que íbamos sin muchas expectativas, pero cuando recorrimos la muestra realmente nos quedamos sin palabras, la magia trágico-sublime nos embargó. Permanecimos un tiempo sorprendidos por la pericia técnica pero sobre todo transitamos degustando esos mundos. Las obras no exigían otra cosa que un genuino flaneur frente a ellas. Afortunadamente pudimos escaparnos a tiempo antes de que los críticos arruinen todo con palabras metafóricas que aturden  intentando explicar lo inexplicable. Es cierto que nos perdimos los sándwiches pero no nos importó en absoluto. En el regreso a casa dialogamos sobre esto que ahora transcribo, pero también sobre los grandes artistas que suelen permanecer en silencio, lejos de los vaivenes demagógicos del mercado. Las obras guardan silencio, por eso no hablo de las obras, pero no guardo silencio respecto a la autora de la muestra a que hago alusión. Se trataba de una muestra de Mariana Abregú.

                                                                                                                                                                                            Dr. Horacio Tarragona
Instituto de Investigación en Teorías del Arte y Estética
Humanidades UNCa

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